Cuento sobre el secreto
Delfina Giacalone
Comisión 5, Santiago Castellano
Punto 1)Tomar otro de los secretos anotados, contar un cuento en el cual el secreto aparezca (todo o en parte), el narrador es un personaje lateral, no protagonista de la historia. Incluir del DIARIO: un diálogo, un objeto extraño y otra anotación.
“Cuando el teléfono suena”
Yo no era muy amiga de ella. Pero mi hermano era amigo de su hermano, entonces a veces íbamos a su casa, jugábamos un rato y yo veía cómo era su familia en su día a día. No hablábamos mucho entre nosotras, pero nos llevábamos bien. Era una relación rara: no éramos cercanas, pero en el fondo nos queríamos bastante. Cuando nuestros hermanos se ponían a jugar a la play o salían al patio, nosotras quedábamos adentro, sin mucho que decirnos, pero compartiendo el mismo espacio.
La casa era antigua, con paredes altas, algunos muebles medio rotos y una alfombra que tenía manchas que parecían de otra época. A mí me gustaba ir, porque era distinta a mi casa. Tenía algo especial, como un silencio que se escuchaba. Había cuadros con fotos viejas, libros apilados en rincones, y ese olor que no se puede explicar bien, pero que te queda pegado en la ropa cuando te vas.
Delfina era rara. Pero no rara mal, sino de esas personas que se nota que tienen muchas cosas en la cabeza y no las dicen. No hacía chistes, no contaba anécdotas, pero cuando hablaba, siempre decía algo que te dejaba pensando. Yo creo que era de esas que piensan más de lo que dicen, y cuando dicen algo, lo dicen con peso. Tenía algo misterioso, no sabría explicarlo, pero era como si estuviera cargando algo que nadie más podía ver.
Yo me acuerdo de una situación específica, con el teléfono de su casa. Era un teléfono bastante viejo, con cable, de esos que se ven solo en películas o en casas de abuelos. Estaba apoyado arriba de un mueble marrón, de madera, que tenía una cajita con joyas, un florero sin flores y un montón de papeles sueltos. El teléfono era bastante grande, de esos que tenes que apoyarlo para cortar y levantarlo para atender. Y cada vez que sonaba, pasaba exactamente lo mismo.
—¡Delfina, atendé! —gritaba la madre desde la cocina.
Ella caminaba, tranquila, agarraba el teléfono… y cortaba.
No decía hola. No preguntaba quién hablaba. Nada. Lo cortaba sin miedo. Después se sentaba al lado mío como si no hubiera pasado nada. Al principio pensé que era una joda, que lo hacía para hacerse la graciosa o porque estaba de mal humor. Pero lo hacía siempre. No importaba si estábamos jugando, si estábamos comiendo, o si era de día o de noche. El teléfono sonaba, la madre gritaba, ella lo cortaba. Así, como un ritual que se repetía constantemente.
Me empezó a dar mucha curiosidad. No podía entenderlo. ¿Por qué nadie más decía nada? ¿Por qué la madre la dejaba hacer eso como si fuera normal? ¿O acaso no estaba enterada de lo que hacía su hija? Empecé a estar más atenta. Miraba cómo se movía, cómo agarraba el teléfono, cómo lo apoyaba de nuevo. Siempre con la misma tranquilidad.
Un día, después de que pasó lo mismo de siempre, me animé a preguntarle.
—Delfi, ¿por qué no atendés nunca?
Me miró seria, pero no enojada, como pensativa. Se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera pensando si decirme la verdad o no.
—Porque siempre que atendía, no me contestaba una persona normal, era algo raro —me dijo. Y no parecía estar jodiendo.
—¿Qué cosa?
—No sé, pero siempre tiene la misma voz, siempre me decía las mismas palabras: “¿Sabés quién soy yo? Yo a vos te conozco”.
No supe qué decir. Me quedé helada. Sentí que me corría un frío por la espalda. En su cara no había miedo, pero sí una especie de resignación. Como si eso ya fuera parte de su vida, algo que había aceptado y con lo que convivía.
Le insistí para que le contara a su mamá. Le dije que eso no era normal, que alguien tenía que saberlo. Que quizás había una explicación. Pero ella no quería. Se cerraba, como si contar eso fuera peor que vivirlo en silencio. A lo que yo le dije que tarde o temprano se iba a enterar.
—¿Y si nunca lo descubre? —me dijo
—Igual va a vivir en vos —le contesté
Se quedó en silencio un rato. Yo pensé que estaba reflexionando, que estaba entendiendo que yo quería ayudarla. Hasta que me dijo, con la misma calma de siempre:
—Ojalá encuentres a alguien que entienda tus silencios.
Después se fue a su cuarto, como si nada.
Me dejó ahí, sentada en el sillón, con un nudo en el pecho. Esa frase me quedó dando vueltas, como si me hubiera dejado una pista de algo más grande. No sabía si me estaba hablando de ella, de mí, o de las dos. Pero algo me hizo ruido, como si hubiera dicho algo importante sin querer.
Me quedé sola un rato, mirando a mi alrededor. La casa estaba tranquila, como siempre, pero ahora me parecía más vacía. Todo parecía normal, pero yo sentía que nada era normal.
Entonces el teléfono volvió a sonar. Era un sonido agudo, fuerte, casi molesto. Me paralicé. Miré hacia el pasillo, pero Delfina no estaba. Su mamá tampoco. Yo era la única en ese cuarto. Y el teléfono seguía sonando…
Me acerqué despacio. Cada paso que daba me sentía más nerviosa. No sabía si de verdad quería atender, pero tampoco podía irme sin hacerlo. Sentía que había llegado mi turno. Mi mano temblaba. Miré el teléfono, mi corazón latía muy fuerte. No sabía si estaba bien o mal lo que estaba haciendo, pero lo tenía que hacer. Así que finalmente, tomé fuerzas y lo hice, lo atendí…
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