Cuento sobre fotos familiares y esquinas




 Delfina Giacalone

Comisión 5, Santiago Castellano



 

“Un casamiento, un impostor”

Mis papás siempre me cuentan del día que se casaron. Mi mamá me cuenta cómo eligió su vestido y el tiempo que le llevó encontrar uno que le guste, pues siempre fue muy indecisa con la ropa, hasta el día de hoy. Mi papá me cuenta cómo organizó todo y a todas las personas que invitaron. A muchos conocía, por ejemplo, sus amigos —que hoy dos de ellos son mis padrinos—, sus compañeros de la secundaria —que también vienen a casa cada tanto y me llevo muy bien— y a otros que no conozco tanto, pero que de algún que otro cumpleaños los tengo de vista.

Les encanta hablar de ese día, y cada año que cumplen de aniversario se festeja. A veces en casa con alguna comida, otras veces en algún restaurante y otras con algún viaje a algún lugar que les guste para ellos solos.

Hoy por la tarde, mientras merendábamos mirando la tele en el living, volvió a surgir el tema, ya que dentro de una semana cumplen sus 35 años de casados. Aunque yo siempre escucho sus historias, nunca me había interiorizado tanto en el tema. Entonces me dio curiosidad pensarlos a ellos juntos antes de que yo naciera. Y les empecé a preguntar todo: cómo se conocieron, dónde, si siempre se gustaron o empezaron como amigos, a qué edad se pusieron de novios y a qué edad se casaron. Todo.

Y, al pasar un tiempo de estar hablando, a mi papá se le ocurre ir a buscar la caja de fotos de recuerdos. Entre esas fotos había una gran variedad: fotos que yo ya conocía porque eran bastante recientes, donde estábamos mis papás, mi hermano y yo de viaje en las Cataratas; después había otras de actos escolares, algunas de mi hermano y yo de bebé que creía nunca haberlas visto, y fotos de mis papás antes de casarse.

Entre medio de esas fotos aparecen las que estábamos buscando: las fotos de ese día tan especial, del día del casamiento.

La primera que me muestran es de la previa al evento, de ellos dos en una heladería de su barrio que les encantaba. Me contaron que su primera cita fue ahí, que en su momento era la novedad. Era una heladería muy famosa llamada Nahuel, y que todos querían ir por lo menos una vez. Estaba ubicada en una esquina, por fuera parecía antigua por su estructura y sus colores amarronados, pero era muy linda. En la fotografía que me mostraron, estaban ellos sentados en las mesas de afuera, color rojo.

Seguimos viendo las fotos y aparecieron las de la fiesta. Pero hubo una que hizo que se quedaran callados, que no emitieran palabra alguna. Yo me quedé mirándolos, esperando una explicación. ¿Qué pasó con ese pastor que hacía que se hayan quedado congelados al verlo? Les pregunté, pero no querían responderme. Decían que era algo del pasado. Pero, obviamente, insistí. No podía quedarme sin saberlo. Así que empezaron a contarme.

Esa primavera de 1990 había sido una fiesta. Todos los familiares y amigos de mis papás se habían reunido y disfrutado del amor de ellos. Había empezado temprano y terminó al atardecer. Comida por todos lados, y también tragos. Todo era lindo, hasta que llegó un llamado. El llamado del pastor.

El pastor que los casaba había tenido un accidente: había chocado su auto camino al casamiento. Aunque estaba bien, lamentaba no poder llegar a tiempo para casarlos. Así que tuvieron que recurrir a otra opción.

La gente ya estaba sentada, todo estaba listo, muchos nervios por todos lados.

No sabían qué hacer, quién podía reemplazar al pastor, quién estaba dispuesto a hacerlo o quién tenía el conocimiento para poder hacerlo. Hasta que se dieron cuenta de algo: el hermano de mi papá había trabajado en iglesias bastante tiempo. Hasta había participado en varias ceremonias simbólicas.

Así que se le hizo la propuesta, y él aceptó al instante. Mis papás, felices de que ya habían resuelto el problema, que iba a casarlos alguien de confianza, a quien querían y que siempre estuvo para ellos.

Llegó el momento. La ansiedad era absoluta.

Comenzó la ceremonia. Todos en silencio, emocionados, algunos hasta con lágrimas en los ojos. Mi papá me cuenta que le temblaban las manos y que no podía dejar de mirar a mi mamá, que estaba hermosa, más linda que nunca.

El hermano de mi papá, mi tío, estaba ahí parado frente a todos, con voz firme y clara, diciendo palabras que parecían sacadas de un libro. Hablaba del amor, del compromiso, de la confianza.

Cuando terminaron los votos, él les pidió que se tomaran las manos, que se miraran a los ojos, y pronunció la clásica frase:

—“Los declaro marido y mujer.”

Todos aplaudieron. Fue un momento perfecto. O eso parecía.

Después de ese día, mi tío desapareció. Al principio no pareció raro, porque él vivía viajando, cambiaba de ciudad, de trabajo, de vida. Pero, con el tiempo, empezaron a llegar rumores.

Primero una llamada de mi primo, contando que había visto mensajes raros y sospechosos en su celular. Después, una vecina que creía haberlo visto en la tele, entrando a una comisaría esposado. Había estafado gente, a varios conocidos, incluso a parte de la familia. Era un delincuente, y nadie se había dado cuenta.

Mi papá no lo podía creer. Era su hermano, alguien en quien confiaba, alguien que los había casado hacía días.

Con el tiempo, dejaron de hablar de él. Ya no era parte de las reuniones ni de las anécdotas.

Cada vez que alguien preguntaba por él, mis papás respondían con evasivas. Hasta hoy.

—¿Y entonces? —pregunté—. ¿Esa ceremonia fue real?

Mi papá me miró serio.

—Fue real para nosotros —dijo—. Aunque él no fuera quien creíamos.

Y ahí entendí todo. Que a veces los momentos más felices también pueden tener sus lados oscuros. Que uno no elige siempre quién forma parte de su historia. Pero que, al final, el amor entre ellos fue lo único verdadero. Aunque el que los casó… haya sido un impostor.

 

 


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